Nunca pensé que fuera a sentirme parte de un lugar, de un sitio privado, de una cafetería que no es mía. Llevo cinco años en Madrid y aún sigo diciendo que «me voy a casa» cuando vuelvo a Valencia. Nunca antes había estado más cómoda en un sillón ajeno que en mi propio sofá.
Nunca.
Ese sitio no es nuestro pero dejamos allí tantas historias que podrían ilustrar todas las paredes de la calle Sombrerete. Los que cierran viajes en mesa rectangular del fondo, los que empiezan a escribir su novela en el sillón marrón que hay al entrar a la derecha, los que prueban el café por primera vez en la mesa redonda verde, los que se conocieron anoche y se atreven a desayunar juntos. El chico con sudadera gris que nos dibuja a boli desde su taburete blanco. También está el que pide que café para dos, uno descafeinado y con leche fría, para su mejor amigo de cuatro patas. Están los hijos de aquel señor que tomaba cappuccino en la misma silla como costumbre o manía y que ya no lo hará nunca más porque se fue bien lejos. Está esa pareja que no se habla pero comparten el zumo. Están los que esperan a su cita, los que van después de su cita y los que no tienen cita.
Y estoy yo. Estoy yo avanzando de mesa en mesa como si aquel lugar fuese un tablero de ajedrez hasta llegar al sillón que me hace sentir reina. Reina de nada, de mi tiempo, como mucho, que no es poco. Estoy yo decidiendo qué hacer con mi vida, con el otoño, con mi domingo. Estoy yo pensando cómo llamar a mi nuevo aloe vera, dónde cenar o con quién quiero estar. Estoy yo saliendo de un día malo o entrando en uno de los mejores. Estoy yo mirando qué pasa alrededor del sillón marrón.
Me gusta desayunar sola. Me gusta que al llegar me reciban como en casa. Que a veces me den el beso en la mejilla que no me puede dar mi padre porque está lejos. Me gusta que nunca haya malas caras. Me gusta mirar, leer y escribir. Me gusta no hacer nada. Me gusta ver si alguien dejó algún libro nuevo en la estantería. Me gusta el café. Me gusta Cafelito.
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