Siento cualquier error o incoherencia del texto pero por mi salud mental no voy a releer todo esto o volveré a llorar.
Todo empezó en 2018. Cumplí los 30 y mi abuela ya no estaba. Cumplí los 31 y perdí a mi abuelo. Nunca antes había me había despedido así de nadie ni había tenido esa sensación de estar marchitándome lentamente. Nunca antes había visto enfriarse a una persona ni había besado un cuerpo frío e inerte.
Paralelamente, no-sé-cómo-ni-cuándo, empecé a entender a toda esa gente que tuerce el morro cuando se acerca su cumpleaños y, desde entonces, vivo con el miedo (y la tristeza) de convertirme en uno de ellos. Claro que quiero cumplir años (y hacerlo de una forma sana y feliz) pero no puedo evitar pensar que cumplir años es como aplaudirte en la cara sabiendo que estás caducando, acercándote al abismo. Es como celebrar que estás muriéndote un poco más.

Llevo un tiempo sufriendo (cada vez más) ataques de ansiedad por esto e infinitos momentos de angustia que estoy aprendiendo a controlar poco a poco. Respiro, intento reconducir mis pensamientos hacia algo lo más banal posible y me repito «no, no, no, no, no» (los «por ahí no» más rotundos de la historia, os lo juro). Y es que, lo que antes era simplemente un tema a esquivar ahora se ha convertido en fobia.
He pasado del miedo a la muerte al pánico a morirme.
No quiero morirme (ni siquiera me estoy muriendo, bueno, un poco sí, pero como todos). De verdad que lo mío no va de ponerse intensa subiendo fotos de atardecer a Instagram con un texto que diga «vivir es empezar a morirse» y esas mierdas. No. Aunque ojalá.
Ojalá tantas cosas, la verdad. Ojalá viese la muerte como muchos de vosotros, me riese y pudiese decir con tanta facilidad «Ay, tía. No quedan edamames en Mercadona. ¡Me quiero morir!». Ojalá pensase que es el principio de algo nuevo. Ojalá creyese que realmente no voy a sentir nada. Ojalá jamás se me hubiese ocurrido la brillante idea de pensar en la muerte mi muerte.
Pero solo sé que cada vez que pienso en esto una bola de fuego arranca del estómago, se hace grande en el pecho y se ancla en mi garganta. Me empiezo a ahogar. Siento que me sangran los ojos. Mi tórax se hace pequeño y el corazón acelera y frena en seco. Las piernas flojean, me sudan las manos, me pesan los brazos. Se me hiela la espalda y me arde el cerebro. Me ahoga respirar tan deprisa. Empiezo a llorar sin querer. Siento que rozo el desmayo. Me revienta la cabeza. Y todo esto con tan solo venirme a la cabeza el «Te vas a morir».
Y es que no quiero morirme.
Mientras cocino, de camino a una reunión, de paseo, mientras leo, trabajo o me seco el pelo. Es como un humo tóxico que invade mi espacio personal sin avisar. Pero lo peor viene después, cuando me imagino un vacío enorme, una oscuridad infinita. Me imagino sola, sin poder hablar, abrazar, sin poder sentir el aire en la cara. Y así eternamente, esperando. Esperando volver a estar viva, supongo. Me veo queriendo llorar sin poder hacerlo. No tengo cuerpo, solo soy un pensamiento. No puedo hablar pero tampoco hay nadie que me pueda escuchar. Me persigue el pensamiento obsesivo de que estaré consciente y desesperaré de esperar.
Y empiezo a sentir que me muero. Otra vez.
No sé en qué momento he decidido escribir esto. Supongo que buscando cómplices o palabras amigas. Supongo que para salir del convencimiento de que nada de lo que lea o me digan me va a convencer o hacer cambiar.
Toda esta movida tiene un nombre (o eso he encontrado en Google), se le llama tanatofobia y es una p*** mierda.
Deja una respuesta