Cada día pasaba por un centro de Oportunidades de El Corte Inglés. Siempre era lo mismo, mirando al interior de reojo. Siempre por encima del hombro. Siempre con desdén. Siempre sin querer tener nada que ver con lo que estaba viendo.
Estuve a punto de afirmar que no existía una luz más amarillenta que la de ese interior, ni moqueta más mugrienta que la de ese suelo. Lo que sí podía confirmar es que no había gente más gris que la que se movía lento por esos pasillos tan desordenados.
El lunes llovía. Caía de lado, de derecha a izquierda, lo recuerdo, pero con inexacta inclinación. Llovía como nunca y yo, como siempre, sin paraguas. Las medias caladas, los zapatos de charol negro me hacían chof chof y la capucha del abrigo era completamente insuficiente. Asustaban los truenos, iluminaban los relámpagos. Riachuelos veloces corrían por la comisura de las calles.
Aceleré el paso todo lo que esos zapatos de salón me permitían y sin dejar de mirar los adoquines, entré a cubierto. Me quité la capucha mientras levantaba la vista y allí estaba. Había entrado en el Centro de Oportunidades. Mis zapatos mojando la moqueta y la luz rancia alumbrándome. Ahora eran otros los que me miraban de reojo.
Avancé por el pasillo principal y me encontré con más gente triste que gris. Atravesé aquella jungla rancia esquivando pantalones de pana marrón y zapatillas Puma y descubrí que aquello no era lo que parecía desde fuera. Era un lugar acogedor de tan deprimente lleno de gente un tanto rara que parecía sacada de un bloque publicitario del Telecinco de 1992. Se movían lentos del cansancio, de la espera. Decenas de ojos vidriosos, cientos de manos sudadas y demasiados dientes apretados. Un tipo con un ramo de margaritas marchitas entre las manos al que le temblaba la rodilla derecha. Una bailarina que estiraba en bucle y un futbolista calentando. Un dúo musical que no paraba de hacer gorgoritos y un señor que recitaba un texto sin llegar nunca a pasar de la primera frase. Al fondo, un chico con una nota arrugada entre las manos dándole la espalda a una mujer que miraba fijamente el teléfono.
Sonaba algo de jazz barato como en cualquier otra sala de espera pero lo que toda esa gente no sabía es que las oportunidades no se piden ni se buscan ni se esperan. La publicidad engañosa lo había vuelto a hacer.
Y tú, ¿cuánto tiempo llevas en el Centro de las Oportunidades?