Abrí los ventanales de madera para que el murmullo que resonaba en la calle me hiciese sentir menos sola. Tendería estaba muy mojada pero seguía abarrotada de gente que iba y venía sin prisa. Seguía asomada cuando un soplo de aire helado me dio una bofetada en la cara, se metió hasta el fondo de mi garganta y se coló como una mano fría dentro de mis tetas. Un espasmo me sacudió y retumbó en cada profundidad de mi cuerpo. Me acababa de dar una ducha caliente de esas que llegan a molestar. De esas que te dejan el cuerpo rojo como lleno de azotes. Un atardecer tímido se colaba por las sietes calles del casco viejo de Bilbao. La gente empezaba a caminar más rápido y yo me aseguraba de que ningún valiente miraba hacia arriba. Me abrí el albornoz y me dejé secar al aire.
El viento chocaba contra mi pecho, lo agitaba y yo gemía en silencio. Mientras buscaba ansiosa el orgasmo, sentí una mirada desafiante y juguetona en el balcón de enfrente. Me quedé inmóvil e hipnotizada. Mi albornoz resbaló y cayó al suelo. Sin tiempo para recuperar el aliento, se bajó las bragas de encaje turquesa con un cuidado forzado, las cogió y las tiró dejándolas temblando en la barandilla. Nuestros balcones estaban tan cerca que si hubiese querido, me las podría haber estampado en la cara. Y sinceramente, me hubiese encantado olerlas, morderlas o incluso chuparlas. Avanzó unos pasos haciendo diminuta nuestra distancia y se quitó la camiseta quedándose desnuda. Las campanas de la catedral empezaron a sonar con fuerza y al mismo ritmo que las embestidas que me imaginaba en su balcón. Me recogí el pelo mojado en un lado y lo escurrí con las manos. El agua fría con olor afrutado empezó a caer con prisa entre mis tetas, atravesando mi tripa y llegando al manantial de mi entrepierna. Se agachó flexionando las rodillas y abrió tanto las piernas que gritó «fóllame» sin mover la boca. La lluvia le estaba mojando todos los labios y yo empezaba a tener mucha sed. Me chupé dos dedos y sin dejar de mirarle la boca entreabierta empecé a hacer fuego con ellos. Ella se los metía y sacaba sin tregua. Empezamos a ser el espejo de la otra. Cuando una se apretaba las tetas, la otra lo hacía más fuerte; cuando me tiraba del pelo, ella lo hacía con más ímpetu; cuando me daba una palmada en el culo, ella se castigaba el clítoris; cuando ella gemía, yo gritaba hacia la casa. Y cuando ella se corrió… Entró Jon por la puerta y me folló por la espalda mirando de reojo esas bragas turquesa tan empapadas.
