Cuando salgo del tren, la humedad que tantas veces he maldecido me acaricia la cara y yo cierro los ojos y me dejo sobar. Huelo a mar desde Cuenca y para mí, sigue haciendo tiempo de fallas aunque esté en el barrio más castizo de Madrid.
Echo de menos el mar de una forma tan romántica que me da vergüenza hasta reconocer. Echo de menos el agua rebelde y acabo llenando mis paredes de fotos en orillas más sucias de lo que me gustaría. En realidad no echo en falta nadar ni siquiera mojarme los pies. Suena muy flipado isleño pero lo que yo realmente echo de menos es saber que ahí está. Que podría ir pero no quiero. Que existe un sitio por el que escapar, que hay un precipicio disponible por el que saltar y gritar.
Valenciana de primera generación, nací en el levante como bien podría haber visto la luz en una relajada y tímida Ciudad Real o en una calurosa y simpaticona Córdoba. Pero alguien eligió Valencia. Resultona e intensita a partes iguales. Una ciudad extrovertida pero de voz suave.
Nunca me sentí más valenciana que española ni más española que torrentina. Nunca me sentí representativa de ninguna terreta. Nunca hablé valenciano ni tampoco me esforcé. Nunca sentí recompensado el esfuerzo de llevar tres moños y trece mil horquillas en el pelo durante seis días seguidos.
A veces envidiaba el sentimiento profundo de amigos gallegos, vascos o catalanes. Orgullosos de lo bueno y lo malo, fieles embajadores de su terreta, influencers no patrocinados aferrados a un sentimiento profundo que parecía venir en un libro de instrucciones que yo no tenía. Que por no tener, yo no tenía ni siquiera un acento sexy residual.
Buscaba y buscaba esa empatía, esa sensación… pero no llegué a encontrarla. Lo dejé estar, me volví neutral. Cualquier sitio me parecía mejor y durante mucho tiempo quise huir de una ciudad que se me quedaba pequeña, que me parecía pegajosa y que nunca, nunca, nunca me decía nada.
Hasta que me fui de allí… Y ella, sin pedir permiso, se vino conmigo.
Me quiso cuando más lo necesitaba. Cuando llegué a Madrid en pleno febrero a una habitación sin ventanas. Cuando toda mi decoración se basaba en un bote con arena y conchas de playa. Cuando solo tenía macarrones, atún y rosquilletas en la despensa, cuando le daba un sorbito al vaso de mistela un domingo por la tarde después de comer mientras lloriqueaba un poquito.
Desde entonces, cada vez que salgo por la puerta del tren o bajo del coche siento el abrazo cálido y húmedo. Paseo por Ruzafa con ganas de llorar por no poder quedarme a vivir allí. Recorro la Patacona con el corazón encogido y sin prestar atención a la conversación. Me pierdo por el Carmen y vuelvo sin querer a la estación del Norte. Peregrino por los mejores mercados de mi ciudad y compro el pescado y los quesos en el del Cabanyal y la fruta en el Central. Mi pueblo ya no me parece tan suburbio y siempre que vuelvo redescubro ese bosque a cinco minutos de casa en el que todavía no me sé ubicar. Respiro hondo viendo al fondo (muy al fondo) el mar y vuelvo a sentirme en casa.
Desde entonces soy más de Valencia que nunca y mejor valenciana por siempre. Desde entonces, pido bravas y horchata fuera de temporada y a deshora. Desde entonces, defiendo la paella a leña con romero recién cogido del campo y siempre tengo mistela (mucha) en la nevera.
Desde entonces, no me hace falta ninguna bandera* para sentir los colores.
*Porque si lo único que os representa es una bandera, algo está fallando.