Llevo un tiempo con una sensación extraña que ya se está convirtiendo en familiar. La sensación de llegar tarde a todo todo el rato. Es como llegar cada día a la estación y que tu tren ya haya salido, que lo perdiste por poco. Y al día siguiente igual. Otra vez lo ves marchar. Otra vez corres, saltas, esquivas a la gente, te ahogas, te mojas la espalda de sudor y nada, no llegas. Se va. Otra vez. Te quedas frente al andén recuperando el aliento sabiendo que mañana volverá a pasar. Siempre un par de minutos resultan ser demasiado tarde.
Es como llegar y que tu fiesta ya haya terminado. De la tarta ya solo quedan restos, las botellas de vodka están vacías y en la cubitera solo hay un lago de agua templada. Los globos desinflados, las velas sopladas, la guirnalda descolgada y los regalos sin abrir tirados en un rincón del salón. Tu reloj adelantado y el del salón parado.
Esa sensación de llegar al hospital con un ramo de margaritas blancas y que la habitación esté vacía. Las sábanas blancas estrictamente estiradas se funden en negro. Los pequeños pétalos empiezan a caer al suelo pero no amortiguan tu caída. Te deslizas pared abajo. Tus rodillas se flexionan a cámara lenta. Ya se fue. Ya se ha ido. Y tú acabas de llegar sabiendo que no te esperará nunca más.
Lo que pasa cuando llegas a casa y él ya está dormido. El champán desventado y el helado derretido. Una nota en la mesa que dice que llego demasiado tarde. Otra vez. Y así cada noche. Despertarse con la cama fría, el armario sin camisas y la cafetera sin café.
Esa sensación de ir la última en la carrera sin ni siquiera participar. De envidiar con ansia las cosas que no sé si quiero. De perder aviones que aún no he reservado. De tener despedirme de gente que aún no conozco. De llorar por cosas que aún no han pasado.
Tengo demasiado pronto la sensación llegar tarde a ningún sitio.