
Hay gente a la que quiero mucho que come aceitunas delante de mí. Elige a su candidata entre otras tantas y al cogerla con las manos se humedece las yemas de los dedos porque alguien pensó que era buena idea que siempre estuviesen a remojo en un líquido impuro y por qué no decirlo, repugnante. Da vueltas en su boca como si la estuviese centrifugando, despoja la carne del hueso en una batalla lengua contra fruto y vuelve a mancharse las manos de drama dejando el hueso muerto, derrotado, chupado y mordido demasiado cerca. Pero eso no es todo.
Puede parecer que tengo un problema pero te equivocas, tengo más de uno.
Creo que contengo trazas de misofonía. Mi caso no es preocupante ni grave ni tampoco tiene el romanticismo esquizofrénico con el que Amelie rompe el caramelo cristalizado de cada Créme Brulée que se interpone en su camino.
Siempre supe que algo raro pasaba pero sincera y obviamente, siempre pensé que eran ellos los raros. ¿Por qué la gente de mi alrededor no se retorcía cada vez que un cuchillo hacía tope con un plato? Ñiqui, ñiqui. ¿Por qué el sonido de mi padre sorbiendo sopa solo retumbaba en mi cabeza? Surrrrrrrup. ¿Por qué la gente no se suena la nariz y se sorbe los mocos como si le fuesen a llegar a cerebro? Sniffgghh. ¿Por qué los cortauñas no vienen con silenciador? Ni que yo sola pensase que es un sonido tremebundo. ¿Acaso no lo es?
Hasta hace poco tiempo no conocía ese ¿trastorno? ¿tarita? ¿algo que me hace especial? llamado misofonía pero algo más tenía que haber porque no solo era un tema de que no me gustasen ciertos sonidos, iba más allá.
Me irritan, me enfadan y son segundos de profunda agresividad reprimida. Es una mezcla agitada de rabia, ira y terror. No te deja pensar en otra cosa, no puedes concentrarte. Es una sensación horrible, como un dolor mental, un cosquilleo molesto. Como si mi cerebro tuviese arcadas intentando vomitar. Son ganas de llorar desconsoladamente durante tres segundos.
«La vida entera me da dentera» siempre ha sido mi leitmotiv.
Afortunadamente, esta moneda tiene otra cara. Exactamente la cara de gilipollas que se te queda cuando escuchas otros sonidos (indiferentes para buena parte de la gente), que al contrario de los que te provocan ira, estos te relajan, te calman. Pausados y excitantes. Habituales, absurdos, ridículos. Son como una caricia en la cara, un tirón suave de pelo. Un gustico. Como las burbujitas que te salpican en la cara al poner la cara cerca de un vaso con una Coca Cola recién abierta. Te hacen sentir maravillosamente bien. Son drogaína pura.
El crujido al morder una manzana, ese sonido de la tecla del piano que emerge después de la música, el celo despegándose del rollo, los rotuladores en contacto con el papel, las tijeras cortando despacio, el ruido de la sal al agitar el bote, el sonido que surge al acariciar el pelo, la lluvia chocando contra el cristal, el sonido de las sábanas al agitarlas o al meterse en la cama, las lentejas cayendo en tropa a la olla, el gusto de oír cómo cae el agua a cholón.
Gracias al internet supe que, no solo esta movida tenía nombre (ASMR) sino que además, Youtube estaba lleno de contenido para nosotros, los fucking elegidos. Aquello fue como obtener una tarjeta Luxury Premium Gold en mi videoclub favorito.
Suena a secta pero no, o tal vez sí, la verdad es que no lo sé. Pero yo me quedo.
Ya solo me queda compartir mis hallazgos para intentar convenceros o al menos, poder explicarme. Si buscáis ASMR en Youtube veréis una masa de chicas rubias susurrando a un micrófono pero mamá, eso no es lo mío. Bajad a las profundidades y disfrutad de ese sonido que hay cuando buceas más profundo de lo normal. Ese no-sonido que te abruma al principio y te relaja profundamente después, sabiendo que te quedarías allí abajo eternamente si no fuera porque hay que seguir viviendo y disfrutando de la extraordinaria música que crean los macarrones al mezclarse con el tomate frito templado.
Bon profit.
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