Si algo he aprendido en este último año es que el drama vital no se acaba cuando te mueres.
Mi abuela murió por la noche, serían casi las once. Me ahorro lo que pasa cuando tienes que despedirte para siempre de alguien, cuando sientes que esos besos y esas últimas caricias son las más inútiles de tu vida: primero porque te hacen más daño de lo que necesitas y segundo, porque el cuerpo ya está frío/lejos/fuera por pocos minutos que tardes en llegar. En ese momento cada uno adquiere un papel, cada uno se deja caer al suelo de una manera u otra y cada uno se desgarra como puede. Free style en caída libre.
En esos dos o tres días de dolor que se estiran como un chicle, sientes que se esa persona se va o se la llevan muchas veces. Es curioso. Empieza a contar. Cuando ya no respira, sabes que se ha ido para siempre. Uno. Cuando se llevan a esa persona de la habitación y sabes que ahora sí, se ha ido de verdad. Dos. Cuando se la llevan del tanatorio y sientes que ahora sí es el fin. Tres. Cuando se la llevan de la iglesia para ahora sí que sí que sí. Cuatro. Y por último, cuando lanzas las cenizas o tapas el boquete. Cinco. Cinco despedidas en frío más todas aquellas veces que te despediste por si acaso.
Todo esto es horrible. Era mi primera muerte y la primera vez que sentía que me moría o que me había muerto ya un poco. Sin embargo, durante esos dos o tres días atravesando nubes negras, pasas por momentos que nadie te cuenta y que con el tiempo, pasan a tu propio anecdotario.
Ponte en situación: alguien al que quieres con todo tu corazón, con la fuerza de los mares se va (por segunda vez, aún quedarán otras tres veces), se acaba de ir. Y tú te quedas sola, en silencio, sentada en el suelo del pasillo mientras el resto duerme, mientras el resto vive. Te tocas la cara empapada y compruebas que no estás soñando. A tu alrededor solo hay pedazos de gente rota o a medio romperse. Y al fondo aparece, como un mago desfasado, un señor con un maletín, con una camisa de outlet y con la corbata mal puesta. Es la una de la mañana y tenemos que hablar.
Dice que lo siente bla bla mientras acomoda a la familia en su despacho de alquiler. Solo hay silla para dos, el resto nos quedamos de pie apoyados sobre el gotelé color crema. La bombilla del techo parece temblar un poco. Huele a cerrado, porque estaría feo decir que a muerto. Saca papeles, folletos y muestras. Revisa el contrato y lo pagado. Nos mira a los ojos y empieza diciendo con el corazón en el frigorífico: «Su madre tenía contratadas tres coronas de flores, dos grandes y una mediana; cincuenta recordatorios impresos, traslados y coche de alta gama con chófer para los familiares…». Joder abuela, gracias.
Vuelve a ponerte en situación. Han pasado no más de 47 minutos desde que te despediste por segunda vez y estás en una sala decidiendo el copy que tienen que llevar las tarjetas que estarán en la puerta del tanatorio. Pero y qué tarjetas. ¿La virgen, el ángel, el cielo? ¿Con o sin calendario? Se crean las primeras confusiones, los primeros rifirrafes familiares, las primeras sensaciones de por favor que salga ya Juan y Medio con unas flores y vayámonos a casa que me quiero acostar. Esto no puede estar pasando. Todos me miran a mí. Soy la que «escribe». Pero yo solo quiero morirme. Piensa algo, me dicen. Y yo, insisto, solo pienso en morirme.
Vayamos a las flores, pero a ver qué flores. Porque las rosas rojas no son rosas blancas. ¿Qué hacemos si a mi abuela le gustaban las rojas pero el resto de los que quedamos solo queremos blancas? ¿Le ponemos algo de verde? PARA QUÉ, pregunto. Qué pena de flores, pienso para mí. Menos mal que esta ronda la pagaba mi abuela.
Y el texto. Porque las banditas de papel brillante con bordes dorados tiene que ir con texto. A ver qué ponéis. Que todo no cabe. ¿«Tu marido y tus hijas», «Tus nietos», «Resto»? ¿«Tu marido», «tus hijas», «tus nietos y el resto de gente»? Volvieron a mirarme con ojos de «tú que has estudiado» pero recuerdo estar tan aturdida que el señor de marrón de los muertos empezó a decir «la gente suele poner…». UN MOMENTO. Guárdate tu porfolio que ya saco el mío.
Estábamos sentados en la mesa redonda de la mafia de la muerte decidiendo cuál sería la frase que mejor definiese la muerte de mi abuela. O a ella o a mí pensando en ella, o a nosotros sin ella. No lo sé. Nunca había pensado en algo así. Era muy tarde y yo solo quería irme a dormir para despertar de esa pesadilla. Pero allí estaba yo, escribiendo en un folio sucio, a boli, la frase que lo cerraría todo.
Escribí este texto a los pocos meses de que mi abuela falleciera, hace casi 4 años. Cuando me creía que yo ya estaba bien (y ya te digo yo que no). Hoy, 12 de mayo de 2021, lo he encontrado a medias entre los borradores de este blog más muerto que vivo.
Entonces no me imaginaba que a los dos años volvería a ese cuartito frío con menos sillas que personas. No me imaginaba que en tan poco tiempo tendríamos que enfrentarnos, de nuevo, ya entrada la noche, a esas muestras de estampitas, a elegir el color de un ataúd, la combinación de flores, el libro de visitas, los recordatorios absurdos, la foto, el marco, su ropa…
Lo que sí me imaginaba es que yo tendría que volver a escribir una frase. Esa frase.
Que por supuesto luego escribieron mal 🙂
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